El secuestro de la confianza en uno mismo.

lunes, 24 de noviembre de 2008


Vivimos en una cultura, en un sistema, en una sociedad, en la que padecemos un fenómeno de desconexión cada vez más acusado. Desconexión de nosotros mismos, de nuestros procesos fisiológicos, emocionales, vitales. De nuestros ritmos internos, nuestras necesidades, nuestros instintos. Sin darnos cuenta, vivimos perdidos de nosotros mismos y sufrimos de diferentes malestares que no sabemos identificar ni superar.

No sabemos si estamos o no estamos embarazadas (nos lo dice un test), no sabemos si estamos o no de parto (nos lo dice una matrona), si somos o nos somos capaces de dar a luz (habla el obstetra) ni si nuestro bebé come lo suficiente (se lo preguntamos a un biberón), ni si necesita o no dormir (nos lo dice Estivill), o controlar sus esfínteres (nos lo dice la maestra). No sabemos si estamos deprimidos, ansiosos o qué nos pasa (para esto acudimos al psicólogo, para que nos ayude a descubrirlo) y sentimos que no podemos superarlo. Y no sabemos si contamos con los recursos internos para superar todas estas dudas y malestares, sin ayudas, sin métodos, sin medicinas, sin una dirección externa o un manual de usuario de nosotros mismos.

No confiamos en nosotros mismos y necesitamos, cada vez más, de los otros, lo médicos, los obstetras, los pediatras, los psicólogos, los psiquiatras.. que nos digan lo que nos pasa y cómo nos pasa y si se nos va a pasar y cuándo.

Necesitamos creer en algo o en alguien, y atribuirle el poder de saber sobre nosotros aquello que nosotros no sabemos y sólo así encontramos cierto sentido y cierto orden y paz en nuestro interior. Necesitamos también desplazar nuestra capacidad de conexión hacia afuera (porque hacia adentro no encontramos la vía) y nos conectamos a Internet, al móvil, al videojuego, a la comida, a la televisión, al tabaco o al café.

En el fondo, vivimos muy lejos de nosotros mismos, apenas sabemos quiénes somos, confiamos poco o muy poco en nuestras capacidades y en nuestra verdad, que apenas nos atrevemos a defender.

¿Por qué hemos llegado a esto? ¿Por qué somos unos adultos tan pequeños, tan desvalidos? ¿Por qué ya no podemos vivir sin ibuprofeno, sin psicoterapia, sin espejos? ¿Es que acaso ya no nos recordamos, que necesitamos que nos miren una y otra vez por fuera para adivinar lo que nos pasa por dentro?

Creo que estamos perdiendo la costumbre de nombrar a los niños lo que les pasa, de decirles la verdad, de ayudarles a conocerse, de dejarles ser ellos mismos. Creo que no confiamos en los bebés ni en los niños, en su capacidad de autorregularse física y emocionalmente. Les imponemos , desde el nacimiento, un criterio externo y las más de las veces ajeno a sí mismos, como única fuente de verdad. Un criterio que se aleja cada vez más de la realidad del ser humano, mamífero y primate. Y crecen, como nosotros crecimos, incorporando un esquema interno en el que ellos no son los protagonistas: les evaluamos los demás, les damos o les quitamos, les dirigimos, les premiamos, les castigamos. Les decimos si son buenos o malos, generosos o egoístas. Les indicamos cuándo tienen ganas de comer y cuánto, de hacer pis, de dormir, de besar y de abrazar (y lo hacemos de forma voraz, porque lo hacemos desde el apropiamiento del “otro”, dando por hecho que tenemos derecho, porque el niño nos pertenece).

Les vamos desposeyendo, paulatinamente, al igual que hicieron con nosotros, de su capacidad de darse cuenta por sí mismos de lo que desean, de lo que pueden o no pueden hacer, de lo que valen, de lo que no valen, de sus sensaciones y sus certezas.

Para mi, esto es la sobreprotección (que no tiene nada que ver con el amor, el cariño, ni el contacto, sino más bien con el rapto de los deseos, la ignorancia de las necesidades y la imposición de los criterios) y esto es uno de los grandes males que padecemos, porque conduce a nuestros hijos hacia el mismo destino que estamos viviendo nosotros, sus padres, que es la sensación general de no saber, de no sentir, de no ser capaces de hacer o superar nada realmente por nosotros mismos. Como si nuestra individualidad permaneciera secuestrada, encadenada, enajenada. Vivimos, trabajamos y nos relacionamos con los demás bajo una falsa seguridad, pero cuando llega el momento de afrontar cualquier pequeña crisis, cualquier desequilibrio (en nuestro cuerpo o en nuestra alma), cualquier cambio, movimiento o conmoción vital.. se pone de manifiesto cuán poco nos conocemos, cuán poco confiamos, qué poca estima nos tenemos como personas en particular y como especie en general y cúan necesitados seguimos estando de una madre que nos nombre lo que nos pasa, que nos insufle confianza, que nos diga cuál es la forma de las nubes que tenemos en nuestras cabezas.

Respecto a nosotros (poco podemos hacer ya, pero no está todo perdido) tenemos pendiente una vuelta a nosotros mismos, a nuestra verdadera naturaleza, a bajar a la tierra mojada y que mancha desde ese cielo vacío en el que planeamos observándonos desde lejos.

Respecto a nuestros hijos tenemos la oportunidad y el reto de permitirles ser las criaturas que vinieron al mundo a ser, de confiar mucho en ellos, en las certezas de su desarrollo, en el hecho de que sus imperfecciones son en realidad lo que los convierte en seres humanos perfectos, puros, libres.

Hagamos el esfuerzo de conectar con nuestras propias verdades, nuestra historia personal, nuestros fantasmas… para poder ayudar a nuestros hijos a nombrar lo que les pasa. El esfuerzo de volver a confiar en nuestra fuerza y nuestro poder de sanación, nuestra capacidad de amar, de entregarnos, de contener y de ser verdaderos maestros de la vida…. para poder confiar en ellos y su capacidad para ser dueños de la suya propia, de tomar decisiones, de darse cuenta por sí mismos de cómo funcionan las cosas, su cuerpo, su casa, su familia, su ciudad.

Entreguemos de una vez a los niños lo que siempre les ha pertenecido: su cuerpo, su alma y su destino.

Violeta Alcocer.

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